En este post no seré yo la autora de la realidad encontrada. Sino que alguien que navegaba en mi blog, y llegó hasta "Una vida en penumbras" decidió contar su propia historia. He aquí las palabras de Gustavo Farías.Hay señales que uno recibe en la vida que no sabe cómo asimilarlas. No tengo creencias religiosas, pero más de una vez me encontré con situaciones que parecen estar digitadas por alguien que quiere protegerme o facilitarme las cosas.Lejos de casa, en lugares poco familiares y sin conocidos a quien pedir ayuda para salir al paso de una situación problemática, siempre pude sortearlas gracias a la ayuda de “ángeles” que aparecieron sin invocación previa.
Trato de hacer memoria. Hace pocos días, en la mega estación de trenes de Tokio, Akemi Shiga, una mujer japonesa de unos 40 años, se presentó sola con un inolvidable “Can I help you?” (¿puedo ayudarlo?), que sonó como la mejor melodía en medio de ese hormiguero de gente. También tuve mis ángeles en una ruta del norte cordobés, en Goya-Corrientes, Saltillo-México (¡gracias Patty!) y en San Antonio-Estados Unidos (¡gracias Diamantina y Joe!). Pero si de sorpresas se trata, la más grande me la llevé con Abdul (junto a Gloria en la segunda fotografía), un chico de 11 años que hizo su aparición en la medina de Fez, en Marruecos, en octubre de 2002. Fascinado por descubrir una ciudad que parece haberse detenido en el primer siglo de nuestra era, quedé extraviado en ese laberinto de calles de tierra, esquivando mulas cargadas de especies, cerdos, gallinas y perseverantes vendedores que los extranjeros bien definen como “mosquitos”.Abdul, como los anteriores “ángeles”, se presentó solo. Saludó en seis idiomas hasta que dio con el “Hola amigo” al que le respondí. Vale aclarar que su interés era ganarse una propina en derhams, pero gracias a él fui durante algo más de una hora, un marroquí más en medio de un escenario que instantes antes aparecía, podría decirse, hasta “hostil”.Contra todo consejo, rápidamente me despojé de cualquier atisbo de desconfianza. Y el niño no sólo me orientó, sino me hizo descubrir todos los tesoros ocultos de un lugar increíble. Ingresé por pasadillos y estrechos túneles, visité talleres de artesanía, telares y hasta una curtimbre con trabajadores en condiciones infrahumanas, metidos en tinas de pintura y en medio de un olor nauseabundo. “Aquí trabaja mi papá”, contó Abdul. Después de dejarme en la puerta Bou Jeloud, por la misma que había ingresado, nos despedimos. Seguramente que nunca más sabré de él. Pero su recuerdo estará siempre conmigo.
Gracias Gustavo por tu aporte y por tus fotos!!!!